En Ribagorza, el rebos era aquella habitación de la casa en la que se conservaban durante todo el año los alimentos. La recuerdo por su frescor, y es que la amplitud de esa sala, se llenaba con el aire de puerto que entraba por una pequeña ventana con mosquitera.
Hasta los catorce años los veranos y las fiestas señaladas las compartí con mis tíos abuelos Amado y Alegría en Chía, un pequeño pueblo del pirineo aragonés. A comienzos de Noviembre en la era de la casa, se reunían los vecinos y la familia para dar comienzo a la matanza del cerdo, una gran fiesta de trabajo en la que participaban desde los más mayores a los más pequeños. Sin lugar a duda esa era la época del año en la que el rebos se llenaba de la comida necesaria para todo el año.
Por un lado los jamones se preparaban para su secado, las longanizas para su curación, los salchichones, los chorizos, las morcillas de arroz, el lomo... Una gran mesa cubierta con manteles de algodón servía para almacenar las tortetas negras y blancas. En la esquina contraria se amontonaban las patatas, las remolachas y las manzanas del huerto en un gran cajón compartimentado; en las paredes y las vigas del techo había ganchos de los que colgaban la ristra de ajos, las cebollas y los jamones curados del año anterior. En los aparadores estaban las botellas con las conservas de tomate, las mermeladas caseras, los tarros con el té de roca o la manzanilla para las infusiones, y en grandes arcones de madera el trigo y el maíz. Pero sin lugar a duda el lugar más visitado era un arcón más pequeño, donde se guardaban los sequillos.
Recupero todos estos recuerdos de mi infancia, para intentar transmitiros aquellos olores y sabores que me he propuesto atrapar en cada una de estas recetas; hechas con la delicadeza y el mimo necesario que se merece cada uno de sus ingredientes.
Chia (Huesca) |
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